Séptimo sueño

Martín y yo íbamos de blanco, desnudos, corriendo el uno hacia el otro, con la urgencia de confluir en un abrazo e inmortalizarnos como la pareja del «Beso» de Rodin. Sin embargo, no pudimos estrecharnos. Nos quedamos a menos de treinta centímetros de distancia. Yo, convertida en «Lamia» (*) y él, en un gallardo unicornio blanco. Con sus húmedos ojos y su melena lacia, me pedía reposar bajo la liviandad algo abultada de mi pecho. Y yo, ansiando ser poseída por su lengua párvula, de exquisita llamarada, le di la espalda. A pesar mío, si le hubiera dado a beber de mis senos, lo único que él habría saboreado, hubiera sido un caer a borbotones de veneno o un álgido desplazarse de un nefasto vacío.

La contemplación mutua bastó. Yo llevaba una amapola entre los labios, y él, un puntiagudo y fúlgido cuerno en el centro de su frente. Con sumo cuidado, nos acercamos, intuyendo el peligro inmanente a nuestras respectivas esencias. Entreabrí los labios, como una puerta empujada, dulcemente, por un tímido rayo de luz. El cuerno insertó su filo en medio de uno de los pétalos, que apenas, ya, mi boca sostenía; y Martín se marchó, exhibiéndolo cual laurel. Mientras se alejaba, pude distinguir cómo le mudaba el color de la piel, cómo el pétalo de amapola iba engullendo vorazmente su cuerno, sus ojos, su lomo y su vientre, abierto como una campana sedienta, hasta convertir su cuerpo en menos que bagazo.

Me desperté cuando Martín venía reptando hacia mí en forma de lánguida espada o malherida serpiente.

Al parecer-como alguna vez él me leyera-la felicidad nunca nos entalla porque no hay sastre al cual acudir para que nos la suelte o ajuste al gusto. A veces naufragamos en ella; otras, irremediablemente, quedamos asfixiados.

Jueves 12 de junio de 2003.
A.

*Lamia (Draper, 1909).

Sexto sueño

En este sueño, Martín y yo hicimos el amor.

Su cuerpo me era muy familiar pero no así su desnudez. Al fondo rugía el mar, con olas serenas y una espuma que nos regalaba, cándida y repetidamente, la misma escena: tortugas, erizos, langostas y estrellas de mar. En vez de arena, había una extensa acera roja, dividida en pequeños rectángulos porosos cuyos orificios dejaban entrever nubes que iban viajando muy de prisa.

Martín y yo estábamos tirados encima de varios de esos rectángulos, con las puntas de los dedos de nuestros pies clavadas las unas en las del otro. Recuerdo que él hablaba y hablaba, como si recitase un poema a medio saber. Mientras lo hacía, yo cerraba los ojos para escuchar más vívidamente el grito lejano del mar; pero de pronto, sus olas se quedaron inmóviles, fijas, como si también mostrasen interés por lo que él iba leyendo, o por la congoja intrínseca que llevaba en su voz. Martín musitaba: con las rejas adheridas a los ojos, mi mirada se va sola y te acompaña. Mi amor es un látigo justo a la osadía de haber querido desenmarañar tu alma no solo con mis manos.

Cuando me levanté porque ya éramos presa de las garras de un sol espantoso, me di cuenta que sangraba. Miré de soslayo a Martín. Él seguía echado, con los ojos bien abiertos, como si se estuviera terminando de comer aquellos versos. Le abrí el saco, y me abroché dentro de él. Las mantis de mi kimono azul estaban rojas, y vi la figura de una de ellas estampada, con los bracitos rotos, allí, encima de su pene. Sí, definitivamente, había sido suya.

                                                                     Miércoles 11 de junio de 2003.
                                                                                                             A.

Quinto sueño

Martín era la muerte, y jugaba conmigo una interminable partida de ajedrez. En vez de las piezas regulares, él tenía en su lado un batallón de minúsculos barcos negros, y yo, en el mío, pequeñas velas blancas encendidas. Cuando le ganaba una pieza, él, imperturbable, con los ojos asilados en el tablero, incendiaba sus barcos y me decía, "por cada barco que te lleves, te descuento un hermoso recuerdo". Asustada, ya no quería seguir jugando. En realidad, nunca he sido buena para recordar cosas, y las pocas que recordaba solo eran las más conmovedoras, y no quería perderlas. Pero él insistió. Nunca me miraba a los ojos, como escondiéndose de su reflejo.

Seguimos jugando y continuaba quemándole los barcos. Hasta que le hice un jaque. Yo tenía todas las de ganar. Pero solo me quedaba un último recuerdo, el del sueño que tuve con él mucho antes de conocerlo, era el único sueño que recordaba con nitidez, incluso más claramente que el suceso mismo de nuestro encuentro en el Lezama.

"¿Qué dices, te atreves a ganarle a la muerte?", me dijo. Entonces, estrellé mis dos manos contra el tablero, arrasando con mis velas y lo que restaba de sus barcos. Por unos minutos, ambos permanecimos perplejos, contemplando la pequeña brasa que nacía del corazón del tablero, como si a través de los colores del fuego, nos llegaran murmullos de náufragos, sirenas y hasta de filibusteros. Entonces, él me abrazó y cuando quise tocar su cuerpo, me di con el aura de una oquedad oscura. Martín y la muerte se habían ido o, ¿era yo que me había desvanecido dentro de mi último recuerdo?

                                                                             Martes 10 de junio de 2003.
                                                                                                                   A.

Cuarto sueño

Acabo de ver un gato. Nos quedamos mirándonos por un instante prolongado. Sin exageración, puedo decir que presencié una breve epifanía. ¿Qué me habrá querido decir? ¿Por qué se asomaría? Tenía los ojos grandes y verdes, con las pupilas dilatadas. Me miraba como si supiera lo que yo estaba pensando, como si pudiera leer el vacío en que a veces se hunde mi pensamiento. Era gris, con manchas negras. Parecía conmoverse de mi rostro.

Mejor cierro mi ventana. Ese gato me habló, lo juro; aunque no pude entenderle, sé que intentaba comunicarme algo. Las noches también son difíciles para ellos. No pasan así nomás. Sobre todo cuando quieres descansar bajo un techo y no puedes porque eres un gato montés, y te está negada la espontánea caricia y el "ven aquí, toma tu leche" sin cautela.

Oh, gato montés, ¡ya sé a qué viniste! A ser espejo momentáneo de la verdad más esencial de mi alma, a ser figura esquiva y alimento propicio para seguir empujando la, por tanto tiempo dormida, roca de mi imaginación.

Esto no lo soñé, pero lo escribo igual porque no le veo la más mínima diferencia.

                                                                          Lunes 9 de junio de 2003.
                                                                                                           A.

Tercer sueño

Tengo cuatro debilidades en la vida. Tres de ellas sé que van a llevarme, tarde o temprano, a la destrucción. Sin embargo, la que queda, esa todavía me permite soñar con una salvación latente. Esa debilidad es mi absoluta falta de voluntad para liberarme de la ternura que despierta en mí, Martín.

Ayer, él me leyó un fragmento del diario de una de sus poetas más queridas: Aliarda Cansina. Vagamente, recuerdo lo siguiente:

Con este ya van a ser tres días que no duermo bien. Temía que me volviera a pasar, pero era inevitable. Un poeta nunca vive para sí mismo, ni para ningún otro, simplemente no existe; es tan o hasta más inútil que una palabra fuera de contexto. Un poeta es aquel que observa las cosas con la luz muy baja, porque sabe que si a pesar de esto, el brillo del objeto o la criatura apreciada persiste, entonces he allí que ha hallado algo verdaderamente genuino. De estos sucesos minúsculos está hecha su tranquilidad. ¿Acaso no es el poeta el ser más elemental y por eso, irremediablemente, solo?

Por la tarde soñé que estábamos de nuevo en Lima, caminando por una avenida cercada por palmeras espigadísimas, y le pedí a Martín que me cargase porque tenía los pies hinchados. Entonces paseamos por una acera interminable, tan larga como altas eran las palmeras que la rodeaban. Estaba feliz, Martín había abierto de par en par su saco y había arrebujado mi cuerpo junto a su pecho. Mientras él caminaba, yo me sentía ser su corazón, resguardado cuidadosamente por sus manos. De pronto empezó a llover ralito, como si la lluvia estuviera avergonzada de caer, así tan de improviso, y vi claramente como dos hojas gigantescas venían hacia nosotros en forma de balsas. No tenía sentido, no nos íbamos a ahogar.

Desperté pensando en las balsas y su sorprendente parecido a las cejas de Martín.

Domingo 8 de junio de 2003.
                                      A.