Martín y yo íbamos de blanco, desnudos, corriendo el uno hacia el otro, con la urgencia de confluir en un abrazo e inmortalizarnos como la pareja del «Beso» de Rodin. Sin embargo, no pudimos estrecharnos. Nos quedamos a menos de treinta centímetros de distancia. Yo, convertida en «Lamia» (*) y él, en un gallardo unicornio blanco. Con sus húmedos ojos y su melena lacia, me pedía reposar bajo la liviandad algo abultada de mi pecho. Y yo, ansiando ser poseída por su lengua párvula, de exquisita llamarada, le di la espalda. A pesar mío, si le hubiera dado a beber de mis senos, lo único que él habría saboreado, hubiera sido un caer a borbotones de veneno o un álgido desplazarse de un nefasto vacío.
La contemplación mutua bastó. Yo llevaba una amapola entre los labios, y él, un puntiagudo y fúlgido cuerno en el centro de su frente. Con sumo cuidado, nos acercamos, intuyendo el peligro inmanente a nuestras respectivas esencias. Entreabrí los labios, como una puerta empujada, dulcemente, por un tímido rayo de luz. El cuerno insertó su filo en medio de uno de los pétalos, que apenas, ya, mi boca sostenía; y Martín se marchó, exhibiéndolo cual laurel. Mientras se alejaba, pude distinguir cómo le mudaba el color de la piel, cómo el pétalo de amapola iba engullendo vorazmente su cuerno, sus ojos, su lomo y su vientre, abierto como una campana sedienta, hasta convertir su cuerpo en menos que bagazo.
Me desperté cuando Martín venía reptando hacia mí en forma de lánguida espada o malherida serpiente.
Al parecer-como alguna vez él me leyera-la felicidad nunca nos entalla porque no hay sastre al cual acudir para que nos la suelte o ajuste al gusto. A veces naufragamos en ella; otras, irremediablemente, quedamos asfixiados.
Jueves 12 de junio de 2003.
A.