En este sueño, Martín y yo hicimos el amor.
Su cuerpo me era muy familiar pero no así su desnudez. Al fondo rugía el mar, con olas serenas y una espuma que nos regalaba, cándida y repetidamente, la misma escena: tortugas, erizos, langostas y estrellas de mar. En vez de arena, había una extensa acera roja, dividida en pequeños rectángulos porosos cuyos orificios dejaban entrever nubes que iban viajando muy de prisa.
Martín y yo estábamos tirados encima de varios de esos rectángulos, con las puntas de los dedos de nuestros pies clavadas las unas en las del otro. Recuerdo que él hablaba y hablaba, como si recitase un poema a medio saber. Mientras lo hacía, yo cerraba los ojos para escuchar más vívidamente el grito lejano del mar; pero de pronto, sus olas se quedaron inmóviles, fijas, como si también mostrasen interés por lo que él iba leyendo, o por la congoja intrínseca que llevaba en su voz. Martín musitaba: con las rejas adheridas a los ojos, mi mirada se va sola y te acompaña. Mi amor es un látigo justo a la osadía de haber querido desenmarañar tu alma no solo con mis manos.
Cuando me levanté porque ya éramos presa de las garras de un sol espantoso, me di cuenta que sangraba. Miré de soslayo a Martín. Él seguía echado, con los ojos bien abiertos, como si se estuviera terminando de comer aquellos versos. Le abrí el saco, y me abroché dentro de él. Las mantis de mi kimono azul estaban rojas, y vi la figura de una de ellas estampada, con los bracitos rotos, allí, encima de su pene. Sí, definitivamente, había sido suya.
Miércoles 11 de junio de 2003.
A.
si, vagamente, se formó la imagen de una matís deborando a su presa… pero no puedo distinguir quien es la matis y quien la presa.